La sangre, de Andrés García Cerdán, por Trinidad Gan

Reseña escrita por Trinidad Gan sobre el poemario La sangre, de Andrés García Cerdán, II Premio Internacional de poesía Ciudad de Almuñécar.

ESE ÁRBOL DE SANGRE QUE SOMOS Por Trinidad Gan La sangre Andrés García Cerdán Valparaíso Ediciones, 2015 II Premio Internacional de poesía Ciudad de Almuñécar (Granada) En la duermevela del largo viaje en autobús del que regreso, me persigue desde el fondo del sueño la imagen de un árbol. Un árbol de múltiples troncos en cuyo interior, oculto, va creciendo un libro. Y pienso que ese árbol es metáfora del entramado de ramas que nos va creciendo alrededor durante la vida, como las vueltas de crisálida en que se encierra toda metamorfosis, hasta crear una oscuridad sobre nosotros de la que ignoramos muchas veces que va a estallar en luz. Y en el sueño la punta de un bolígrafo va trazando surcos y surcos en la madera, agrietando su superficie y dejando escapar una savia que, con distinta velocidad y torrente, se derrama cuarteando con su fuerza el gastado árbol que éramos para después alzar el nuevo árbol-libro de cada uno, justo desde el centro de un charco que recoge la savia-sangre del antiguo. Sirva este pequeño cuento onírico para ilustrar la impresión que ha dejado en mí este libro de Andrés García Cerdán. Sus páginas se han abierto en mis manos con toda la fuerza de una escritura, la suya, que va desgarrando las ramas inútiles de lo vivido, aprovechando de ellas solo la savia de lo verdadero, lo que convoca belleza y dignidad, para levantar el estupendo poemario, que ha sido tan merecidamente ganador del II Premio Internacional de Poesía Ciudad de Almuñecar, y que ahora vemos publicado en la hermosa edición de Valparaíso. Desde su solapa anotaros que este poeta, nacido en Fuenteálamo, Albacete , cuenta ya con una importante trayectoria que incluye la publicación de los poemarios Los nombres del enemigo (1997), Los buenos tiempos ( 1999), La cuarta persona del singular (2002), Curvas (2009) y Carmina (2012), asi como el ensayo La realidad total: sobre la poesía de Julio Cortazar de 2010. Ha obtenido los premios de poesía Barcarola, Antonio Oliver Belmás, Ateneo de Alicante y Ciudad de Pamplona, y otro detalle interesante ( que luego veremos reflejado en su obra) es su faceta de músico, ya que forma parte de la banda de punk-rock Leñadores y del grupo The Rimbaud Company. Su último entrega poética se titula “La sangre”. Un sencillo pero sorprendente título: esa palabra (”sangre”) aparentemente tan cotidiana y poco necesitada de explicación alguna, y que, a la vez, encierra en ella toda la dualidad de la vida. Porque la sangre siempre recorre dobles caminos: es la que sale del corazón y la que vuelve a él de retorno, levantando con ello el cauce de nuestro latido , esa primera música que escuchamos, nuestro primer ritmo; es la que nos vivifica y crea lazos comunes, pero también la que produce todo el dolor al ser derramada y dejar escapar la vida;es la que puede ser burbuja, gota a gota o cascada cayendo en el interior de la memoria y la mirada del que escribe, y además un río largo y profundo que acerca las orillas de los dedos del poeta hasta sus lectores. Porque es esto último lo que hallamos al abrir el libro de Andrés: una sangre de palabras que, al compartirlas-leerlas, da vida, mancha, duele, pone color, estalla desde sus versos en nuestras bocas. El latido íntimo desde el que escribe se vuelve carnalidad y cuerpo en cada uno de los poemas. Nos dejan sus palabras marcado en la memoria un preciso ritmo de ida y de retorno hacia nosotros mismos. Las letras trazan arterias diferentes por donde corre el pensamiento del mundo, la fragilidad de lo humano, el amor, la música y la belleza. En las páginas de este libro encontramos siempre las huellas que ha dejado el poeta al caminar por su vida, bien atento a lo que palpitaba en su interior (sangre, batallas, canciones, alegrías o derrotas) pero también sabiendo observar y anotar con justeza la geografía humana que le rodeaba, su paisaje – ahora desolado – de vidas en difícil y terca supervivencia, la incertidumbre de un futuro que ya tarda en confirmarse. Así nos acerca en muchos de los poemas apuntes del natural, cuya sencillez cercana a lo narrativo se ve luego trascendida por el fogonazo de unos versos finales cuya reflexión nos apunta una verdad de vida, susurrada como descubierta al azar, ofrecida a nuestra mirada con desnuda sinceridad. Esa misma sinceridad con la que en algunos de sus textos cuestiona su propio oficio de escritor, la tan acostumbrada pose de poeta, sabiendo que la escritura no es un don divino que toca solo a algunos sino una herida, una obsesión muchas veces incapaz de captar totalmente la realidad, como confiesa en aquellos poemas más metapoéticos en que unas estupendas imágenes saben acercar a cualquier lector este personal conflicto. Su mirada incisiva repasa también el rastro que dejó la modernidad (cultural y musical) en su recuerdo y se detiene sin miedo a recibir el dardo de la actualidad más lacerante, sin olvidar tampoco esa tabla de salvación que puede llegar a ser el amor. Nos va convocando así poema a poema, extrayendo toda la luz posible de las inevitables sombras, a unirnos a su carpe diem, a cantar la esperanza. Para acercaros a las aceras con árboles de sangre de este libro solo voy a trazaros una breve cartografía. Abierto con unas espléndidas citas ( inolvidable la de Tomas Tranströmer: “Oigo mi sangre circular, la cascada oculta dentro de mí, con la que ando a cuestas”), la primera de las tres partes que lo componen se inicia con un excelente poema “Nada más”, que ya nos trae esa dualidad de la sangre, de la existencia, de la que os hablaba, en la que el poeta, como habitante de encrucijadas quizá abocado sin remedio a abrir una caja de Pandora donde batallan hielo y fuego, alza el verdadero territorio del poema, en versos como estos: “Escribir un libro que duela/como duelen las cosas más hermosas… ir tejiendo una noticia/en cuyo centro quepan los relámpagos/ y el barro del camino” Encontramos después el estupendo entramado rítmico del poema “La sangre” (donde aparecen encadenados algunos de los leivmotivs del autor: la figura amenazante pero hermosa del tigre, la presencia salvaje del fuego, la vida como herida necesaria). El poeta en esta sección desgrana, casi en alternancia, textos donde recoge el conocimiento de si mismo, la reflexión interior de su experiencia, los excelentes ”El pequeño Narciso”, ”El mar abierto”, ”La porcelana” o “Contra el invierno” (del que transcribo estos versos: ·”Vuelve tus manos a la luz que cae:/recógela, es tuya” ) junto a algunos apuntes : “Conquistas”, ”El incendio”, “Dinamita”, “Miserias”, ”Veneno”, “Siempre” ( “Este dolor sabe de qué hablamos/ y en qué lenguaje/los que todo tenemos y hemos perdido todo”), que nos gritan su amor a la palabra desde las cicatrices mismas de su corteza de hombre. Ahora bien, la sangre, además de denotar heridas, es, como he señalado, latido, ritmo pronunciado dentro de nosotros y si hay un lugar donde queda patente mi afirmación es el poema “Velvet blues”, el más extenso y narrativo del libro hasta el punto de constituir la parte segunda del poemario). En este poema la música es protagonista y, con hermoso trazado onírico en diluvio, Andrés nos habla de una llovizna y una soledad que se convierte en muchedumbre. Ya nos decía Borges que “La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado” y así, los versos de Velvet son canto a toda una generación, en rápidos tracks de los 90s nos llegan mojados por el recuerdo del baile de las canciones escuchadas en vinilos ( The Who, Ramones, Lou Reed), de los versos infernales de los poetas malditos, de la felicidad que nos dejó la camaradería y la ciudad en el lado canalla de la noche. Pero el poeta, desgajándose de añoranza tanto como de soledades interiores, da un paso más, el necesario paso hacia delante y lo hace entregándonos, en la tercera sección del libro, poemas de acercamiento al otro: al otro singular (el elegido en tú para el fuego del amor, y os anoto aquí los hermosos poemas “Como mirar las llamas”, “Cuello”, “Ella mira las nubes” o “Besos”) , a los otros- comunidad , en la que Andrés implica solo habitar el presente sino, es más, poner nuevas ramas, trazos al porvenir y lo hace revelándonos en sus versos también el rostro de esos otros-mentira, cuya infamia o cuyo silencio provocan vergüenza y desesperación al mundo y que toda escritura verdadera ha de tratar de desenmascarar , nombrándolos hoy en voz alta. Ese nombre que podemos escuchar en el poema “Kiev”, uno de los más duros y logrados del libro, donde Andrés descerraja el arma de su poesía contra los francotiradores y sus mudos cómplices. En el caleidoscopio de espejos de estos últimos poemas se va reflejando fragmentado el paisaje humano actual, las ciudades visitadas , la naturaleza traducida en conocimiento de uno mismo, los rastros que ha dejado en el poeta la lectura y el arte disfrutados. Desde sus rotas pero brillantes aristas surgen algunos poemas: “Skaters”, ”A un árbol del polígono”, “Efigies”, “Marchantes de arte”, ”No el arquero” o “Mañana” ( donde leemos “…¿Porqué no/celebrar todavía la audacia de esta sangre/ que no acaba en nosotros, sino sigue/latiendo en el latido luminoso/de la ciudad”), todos ellos una excelente muestra de la calidad de escritura de Andrés y con una impactante sinceridad y belleza. Antes de cerrar el libro me detengo en las palabras de “Espejos”, poema que, a modo de poética, resume su búsqueda de verdad y belleza en las calles, en la naturaleza, con la vista siempre hacia adelante. Y esas palabras atrapan los reflejos claroscuros del torrente de vida y conciencia que ha vertido el poeta y veo, bien despierta, que este libro va dejar en nuestra memoria, inscritos como letras de libertad y verdad sobre nuestro propio árbol, su sangre de auténtica poesía. Trinidad Gan , abril 2015- Trinidad Gan Granada, 18 de abril de 2015PortadaLasangre

Papel ceniza, de Trinidad Gan, en Valencia

El próximo martes 14 de abril, a las 19 horas, en Librería Bartleby (C/ Cádiz, 50 – VALENCIA) os invitamos a la presentación de Papel ceniza, de Trinidad Gan, que estará acompañada por los poetas Antonio Praena y José Ángel García Caballero. portadaweb36

Papel ceniza, de Trinidad Gan

Ángeles Mora y Carmen Canet presentan en Granada el nuevo libro de Trinidad Gan, Papel ceniza. A las 20 horas del martes 7 de octubre en la Biblioteca de Andalucía (C/ Profesor Sáinz Cantero).

Entrevista en La Voz de Granada

Entrevista en La voz de Granada con motivo de la nominación de Jugar con fuego, de Juan Pinilla y Fernando Valverde a los premios Grammy Latinos y la presentación de Papel ceniza, de Trinidad Gan, número 36 de la colección Valparaíso de Poesía. Podéis escucharlo a partir de 2.13.00 hasta el final del programa. Este es el enlace.

Una lectura de Tributo de Caronte, por T.Gan

La palabra como salvoconducto, una lectura de “Tributo de Caronte”

Trinidad Gan

Ya en su primer libro Fiera venganza del tiempo, con el que en el año 2005 consiguió el prestigioso premio Adonáis,  Carlos Vaquerizo nos sorprendía con la gran madurez de su escritura, tanto desde el punto de vista formal (impecable verso, variedad en el uso de estrofas, reelaboración de las tradiciones literarias) como por el calado filosófico y emocional que  los poemas desplegaban en aquellas páginas.

Este libro era el paso inicial de una tarea poética centrada en describir el viaje humano,   sus orillas cercadas por ciudades o abiertas a la naturaleza, pero siempre propicias al encuentro con los otros. Y el poeta afrontaba allí esa tarea afirmando la certeza de lo vivido pero también con la incertidumbre que da la dificultad de anotar fielmente cualquier realidad. Así podíamos leer su duda cuando nos confesaba: “Arrecifes, hallazgos cuando buceo tan dentro / que no conozco al hombre / que me impulsa a escribir”.

Deseos y luchas que le llevaban a concluir aquel poemario escribiendo: “…vientos nos conducen/a escribir en los libros y en la vida / la percusión del tiempo y el espanto / de sentirse llevar y la esperanza / de llegar a buen puerto, cualquier día”.

A ese puerto nos acercan ahora los poemas que Carlos Vaquerizo ha recogido en su  libro Tributo de Caronte, con el que ha sido ganador del primer Premio Internacional de Poesía Ciudad de Almuñécar.

En sus páginas nos va mostrando, poema a poema, igual que al paso de la luz de un faro, los territorios por donde transcurre nuestra existencia, usando como salvoconducto la reflexión y como equipaje el recuerdo, la evocación de lo pasado que aquí se transforma en regalo del tiempo, lo que ya nos advierte el poeta en el primer poema, Pórtico I, donde escribe: “se nos otorga una segunda suerte de vivir lo vivido: la memoria”

Sus palabras (cuidadosamente escogidas para construir hermosos versos donde el endecasílabo nos trae ecos de nuestra mejor literatura, trabajadas para levantar poemas que van estructurando un libro lleno de musicalidad y de lucidez) nos vuelven visible la herrumbre que acumulan las monedas, esas que todos debemos entregar a cambio de nuestro viaje en busca de felicidad, amor y supervivencia, esas que miden nuestro peaje para el barquero, el Tributo de Caronte, título de la primera parte de este libro.

Aquí desgrana el autor los poemas más contundentes, raspando la superficie de lo cotidiano para revelar las claves de la condición humana, de la memoria, del tiempo,   de la duda y de la presencia inevitable de muerte y olvidos. Señalaré tan sólo algunas estupendas páginas, como las secuencias tituladas Tiempo, Transcendencia o Simulacro (donde vemos anotada nuestra íntima paradoja: “La misma meta para cada ser: / desear, perecer, ser feliz sin embargo.”) y los poemas Tránsito, La moneda, Arriba cada día en su naufragio o Hemos multiplicado los panes y los peces, con estos certeros versos finales: “en toda copa, río o cuerpo, nuestro rostro / solamente es, al fin, lo que encontramos.”

Pero también muchos de estos textos nos descubren ese reflejo oscilante de monedas antiguas bajo el agua que tantas veces tratamos de alcanzar: la belleza, encendida como una hoguera siempre, abierta en irregulares y brillantes llamas para compartir con otros.

Quizá por eso el poeta titula Arder en lo bello la segunda parte de su libro y, en ella,  incluye poemas sobre el oficio de la palabra, apuntes de lecturas y de cine, notas de viajes, esbozos de paisajes revividos: viaje, arte y  naturaleza.                                     Son páginas en las que los poemas nos invitan a compartir con el autor la geografía de sus pasiones. Van trazando un mapa de rutas abiertas que nos han de hacer ligero y transitable el desierto de los años, senderos que tienen en sus orillas las luces del arte: desde la pintura (con evocaciones de Munch y Boticelli), a la palabra poética (como los hermosos poemas Ultra o el dedicado a José Asunción Silva), desde el mundo de sueños del cine (en sus apuntes bergmannianos)  a la materialidad recordada de los paisajes que nos hace recorrer letra a letra en las secuencias que titula Hacia Santiago o en Punta Carnero, donde su voz declara: “Solo ante lo perdido, el simulacro / del recuerdo conforma sus figuras”.

En este tiempo de monedas regulares y perfectas, desde las que ya no nos mira el retrato de un hombre sino que se levanta un frío esquema arquitectónico (que pretendiendo ser puente tantas veces acaba siendo atadura o lastre), Carlos Vaquerizo nos devuelve en este libro la antigua moneda del animal humano que somos, la frágil moneda del yo, la ardiente moneda del nosotros, para que, al encontrase su sinceridad poética con nuestra mirada de lectores contemporáneos, la balanza final se incline del lado de la belleza y la poesía nos sirva de armamento cuando hagamos, como escribe él, “un último intento de eludir / el péndulo implacable de la muerte”.

 

 

Piedad Bonnett, por Trinidad Gan

Presentación en Granada del libro de Piedad Bonnett, Tretas del débil, por Trinidad Gan.

Tretas del débil: juego y música en Piedad Bonnett

Trinidad Gan

La primera vez  que tuve entre mis manos este libro de poemas de Piedad Bonnett, publicado por Valparaíso Ediciones,  me quedé atrapada, como la abeja de la carátula, en la celdas de memoria que me abría su título: Tretas del débil. Así reunidas, la palabra “treta” abandonaba su tinte de engaño aunque seguía conservando su alerta de combate y se deslizaba más bien hacia la frontera de la maña, de la ficción, del truco. Y la palabra “débil”, extrañamente, quebraba su matiz de fragilidad para en su lugar mostrarme el contundente centro que habita en las cosas sencillas. Así juntas estas dos palabras desnudaban, ya en el título, la glosa de una doble supervivencia: la de la poeta que escribe y la de aquel lector que viene a acercarse a sus poemas.

Abierto el libro, los primeros versos parecían llevarme a recorrer de nuevo el  dulce territorio de la niñez y deseé volver a la simplicidad de los juegos infantiles, a aquellos instantes en que los días eran como la superficie lisa, luminosa, de una página en blanco. Pero quizá fue precisamente entonces cuando pusieron el artefacto de la vida en nuestras manos, cuando, plegando sus esquinas por varias partes, hicieron de esa página un incómodo papel doblado. El mismo papel que, como en aquel juego del cuadrado con palabras y colores -¿recordáis?-, tuvimos que aprender a usar, abriéndolo y cerrándolo sin fin, en busca de preguntas y respuestas.

Quizá fue ya entonces cuando sentimos el vértigo, como nos dice Piedad:

“Sentía el vértigo de aquel inverso mar, su escalofrío”

Y era un vértigo que tratábamos de conjurar con palabras, primero repitiendo “Palabras iniciales” (título de la primera parte del poemario) para que volviera a nosotros la ternura olvidada y reencontrada en los sueños, probando luego palabras mágicas, como ella señala:

“y las palabras mágicas

y las palabras mágicas que intento todavía”

 

Aunque insistir en este conjuro nos venga a traer, desde puertas que ya creíamos cerradas, los gestos crueles que dejaron las perdidas o los exilios vividos, así de desnudos en estos versos de Piedad:

“el llanto de un adulto es una piedra

en la espalda silenciosa de un niño”

Al pasar las páginas de este libro tal vez alborote nuestro mecánico juego otra canción más salvaje, el eco de alguno de los temas con que la noche  traspasó nuestra  juventud, la espuma de aquellas pasiones que nos hicieron y deshicieron como a un grafito en la arena. Pero será una música desgarrada, como una aguja insistiendo en un vinilo, la que encontraremos en muchos de los poemas de “Lugares comunes”, segunda parte del libro, donde los retratos de lo cotidiano (con su violencia e incertidumbre. con su miedo y su hoguera) viajan hasta nosotros recortándose contra el paisaje de la ciudades, construyendo en cada verso la imagen en negativo de la mujer que los escribe.

Una mujer que anota sus dudas sobre la verdad de su escritura, como en los versos descarnados del poema “Quizá diría”, que repasa éxodos y regresos en su “Hijo pródigo”, que incluso detiene su mirada en la fuga que compone un pájaro, que sabe cultivar belleza a costa de la sombra, como leemos en “Rosas”:

“Con el estiércol que arrojan a mi patio

abono yo mis rosas”

y que resume todos sus naufragios en el, para mí, imprescindible poema “Oración”.

Ahora que quizá hemos arrugado y casi tratado de arrojar lejos, tantas veces, ese papel artificioso de la vida y que hemos vuelto otras tantas veces a recomponerlo buscando la música precisa para el juego, esperando que se abriera en el color deseado, tal vez sea el momento de hacer un alto y balancear la vida. Es el minuto preciso para cambiar de juego, para jugar las Tretas del débil. Porque es al llegar a esta tercera parte del libro cuando escuchamos esa música de fondo, de viento y llama, también de silencios, que va a dejar, sobre nuestro paisaje interior, nota a nota, flotando la palabra muerte, la palabra amor, la palabra tiempo. Aquí está el instante justo para sentir el tacto de “Un poema sin nubes” donde leemos:

“debajo de mis párpados alumbra un par de soles

y un cielo de memoria”

o descubrir, citando títulos de algunos de sus poemas, como “Los hombres tristes no bailan en pareja”, incluso la certeza de que es posible una “Dicha animal” aunque al “Final de partida” sepamos el corazón, en palabras de Piedad:

“una hoja de papel que puesta al fuego

revela un desteñido caligrama”

Cuando cerremos el libro nos encontraremos repitiendo una música callada, esa sorprendente música de la poesía de Piedad que parece, acomodada a cada uno de nosotros, guiarnos en fuga de todas las cuadrículas, como un hilo de luz  atravesando las páginas.

Porque en sus versos que huyen de cualquier grandilocuencia, que parecen recados de una voz cercana dejados al oído con un susurro, ella nos ofrece, ahora, el aire necesario para que podamos finalmente desplegar, alisándolo, el cuadrado de papel de nuestra rutina, de nuestra furia, de nuestra soledad y, quizá así, redescubrir de nuevo, al trasluz de sus palabras, un día abierto. Y la esperanza.

 

Leyendo Puerto calcinado, de Andrea Cote, por Trinidad Gan

Reseña sobre Puerto Calcinado, de Andrea Cote, escrita por la poeta Trinidad Gan.

Leyendo PUERTO CALCINADO, de ANDREA COTE

 

Trinidad Gan

 

¿Qué nos queda después del fuego? ¿Qué resta tras aventar las cenizas?

 

Queda, tal vez, la silueta de las manos de un niño perfilándose sobre un muro calcinado. Quedan restos de hierba quemada, justo bajo la madera ahora mojada de esa hoguera en la que ardieron  la violencia, las canciones, las consignas y falsos paraísos de nuestra adolescencia. Y sobre todo quedan, al baldear el légamo negro que nos trajo el río con voces gastadas y caducas, palabras ciertas que conservan aún en su interior mucho de llama.

 

Esa palabra cierta, esa palabra encendida es la que hallamos en Andrea Cote, en este su Puerto Calcinado (Ediciones Valparaíso, 2012). Tenemos en las manos la  primera edición en nuestro país de aquel primer poemario que, con el mismo título, apareció en Bogotá en 2003 avalado por el Premio Universidad Externado de Colombia (y que luego fue galardonado también  en su traducción al italiano con el Premio Città de Castrovillari en 2010). Cote, poeta y ensayista colombiana nacida en Barrancabermeja en 1981 es una de las voces jóvenes más sorprendentes y afirmadas en nuestra poesía actualmente, como demostraría el recibir el Premio mundial de poesía joven  Puentes de Strugga de la Unesco en el año 2005 y el encontrarse incluida en la reciente antología de nuevos poetas en español Poesía ante la incertidumbre (editorial Visor,2011). Es autora también de los poemarios Casa quebrada (2004) y A las cosas que odié (2008); ha publicado asimismo los ensayos Blanca Varela y la escritura de la soledad (2004) y Una fotógrafa al desnudo (biografía de Tina Modotti (2005).

 

En las páginas de este Puerto calcinado que ahora abrimos, Andrea Cote rescata esos fragmentos cortantes de las palabras rotas por el fuego y nos lleva, armada con ellos, a recorrer la geografía humana que queda después de los incendios. Es ese territorio quemado el que la voz de Andrea nos hace repasar en la primera sección del libro, compuesta por 10 poemas. Y, gracias a la intensidad que afila esas palabras y al tono de conversación al oído que mantienen esos poemas (atrevido rasgo de confianza que resulta un regalo para el lector), avanzamos por el paisaje cubierto de rastros  y recuerdos portuarios que da su título al libro, bordeando los ecos que ha dejado el grito y la oscuridad sobre todas la cosas pasadas:

 

“Nuestro puerto

que era más bien una hoguera encallada

o un yermo

o un relámpago”

 

Vamos aventando las cenizas, descubriendo las siluetas marcadas en los muros de la infancia, con versos que tratan siempre de desenterrar atisbos de esperanza:

 

“Acuérdate del suelo encendido,

de nosotras rascando el lomo de la tierra

como para desenterrar el verde prado”

 

Son esas huellas de naturaleza salvaje y perdida (pero no olvidada) las que tocamos debajo de las letras: huellas del animal que fuimos se perfilan detrás de la humareda que ha dejado la brea donde arde lo vivido, la madera de la culpa, donde arde el tiempo:

 

“que no es tu culpa

ni es culpa de tu olvido,

que éste es el tiempo

y éste su quehacer”

 

Nuestras primeras huellas boquean aún bajo “la ceniza del agua”, bajo ese río que

“es como nosotros”, esas aguas que acaban dibujando nuestro reflejo, aquél que

 

hace parte de las cosas

que cuando se están yendo

parece que se quedan”

 

Cada poema, una hilera de huellas y voces que nos golpean después de rebotar en las paredes vacías de las casas de piedra, aquellas mismas a las que la poeta quería dar la espalda incluso sabiendo:

 

“que tú eres la casa y las paredes

que viniste a derrumbar

y que la infancia es territorio

en que el espanto anhela

no sé qué oscuro rincón para quedarse.”

 

Esa es una de las valentías poéticas de Andrea Cote: trazar una grieta que marque el nombre cierto de la vida en ese territorio en duermevela que suele ser la memoria:

 

“y la vida es cualquier otra cosa que existe

húmeda en los puertos donde al agua sí florece

y no es hoguera cada piedra.”

 

para después alzar en el verso una voz a contrafuego del silencio.

 

Porque, como ella nos lleva a sospechar a lo largo de nuestra conversación con estos poemas:

 

“…el silencio,

que no el bullicio de los días,

atraviesa.” 

 

Otra apuesta (lanzada con éxito en este libro) la encontramos en la segunda parte donde Andrea desgrana versos abiertos a la mirada del lector, abiertos como una tierra nueva, como un cuerpo que dejara el mapa de su intimidad al alcance de nuestros dedos.

 

Lo vemos en el espléndido poema Casa vacía:

 

“Todos los días deshago la hierba que crece dentro de la casa

pero crece de nuevo,

rompe la casa y la deshoja.

A ella entran todo el tiempo cosas que se hunden en la hierba.

Mi cuerpo es esta casa vacía

a la que también yo entro

pero que no me habita,”

 

Son textos que espolean muchos de sus fantasmas personales, que convocan sobre el papel sus rebeldías:

 

“y lo que oigo

no es el sonido

de lo que viene a instalar la madrugada rugiente,

los estíos,

las pérdidas,

sino la voz

de los que no te dejan dormir

cuando dicen

que hay que pagar por el sueño”

 

Una escritura que levanta destellos sobre el azogue de todos los espejos hallados a nuestro paso, cuando la voz poética explora ese centro quemado del Yo, ese laberinto urbanita, viajero, contemporáneo: fragmentario. Ya que así nos descubre Andrea la médula del hueso de uno mismo: algo que se disgrega sin remedio, algo necesariamente lúcido.

 

A pesar de la clara conciencia que tiene esta escritora de que la poesía resulta ser un arma frágil, de que la palabra no basta muchas veces para calmar la sed o el grito:

 

“para qué tantas palabras

y no poder hacer de esta rabia

un olvidado paisaje.”

 

en cada verso se va afirmando una de las características principales de su escritura: el empeño de dar carne de palabra a las imágenes en vez de limitarse a manejar unas cuantas metáforas brillantes o hacer acopio de juegos de estilo.

En su voz es la palabra sola, construyéndose a sí misma, colocada en el lugar preciso, sobre el engaste justo que ofrecía el muro del poema, lo que nos sorprende, nos golpea, nos descubre las grietas de lenguaje y mundo.

 

De este modo, en la tercera sección del libro, tensa la cuerda que ata ese Yo-laberinto (revisitado en los poemas anteriores) pero lo hace con el cuidado de tomar solo la distancia necesaria para que siga vibrando y recogiendo en el hilo de los versos sospechas, notas, señales de esa multitud (el otro, los otros, nosotros al cabo…) con la que comparte las orillas de sus contradicciones, la herida de la incertidumbre, la paradoja de estar viva, la residencia en un tiempo sin sueño:

 

“Temo no dormir tampoco en ese sueño eterno

y que hasta allí nos siga la desesperación de los relojes”

 

incluso el aliento de ese león sonámbulo (la muerte) que caza siempre a nuestra espalda.

 

Estos son los minutos de un ahora que comparte, en este libro, con cada uno de los lectores, con nuestra multitud a la que le une, irrevocablemente, palabra y travesía:

 

“Hemos viajado 

y el tiempo no nos dejó ir a ninguna parte,

no conoce la multitud de los minutos.

Sin embargo,

persiste aún el movimiento de las olas,

la barca,

la tan humana creencia en que hacemos este viaje.”

 

Y es justo a través de esta jornada humana, cuando al alzar nuestra mirada de las páginas del libro, descubrimos que hemos llegado a otro puerto, otro paisaje: en él Andrea Cote coloca las redes del poema para que, al dejar correr desbordado el río de lo que ha calcinado el tiempo, solo queden atrapados en nuestros ojos los fragmentos, quebrados pero limpios, del hueso de palabra y vida, para que podamos, sobre el humus de cenizas que es tantas veces la memoria, prender las raíces pequeñas y vibrantes de una palabra nueva.