Leyendo Puerto calcinado, de Andrea Cote, por Trinidad Gan

Reseña sobre Puerto Calcinado, de Andrea Cote, escrita por la poeta Trinidad Gan.

Leyendo PUERTO CALCINADO, de ANDREA COTE

 

Trinidad Gan

 

¿Qué nos queda después del fuego? ¿Qué resta tras aventar las cenizas?

 

Queda, tal vez, la silueta de las manos de un niño perfilándose sobre un muro calcinado. Quedan restos de hierba quemada, justo bajo la madera ahora mojada de esa hoguera en la que ardieron  la violencia, las canciones, las consignas y falsos paraísos de nuestra adolescencia. Y sobre todo quedan, al baldear el légamo negro que nos trajo el río con voces gastadas y caducas, palabras ciertas que conservan aún en su interior mucho de llama.

 

Esa palabra cierta, esa palabra encendida es la que hallamos en Andrea Cote, en este su Puerto Calcinado (Ediciones Valparaíso, 2012). Tenemos en las manos la  primera edición en nuestro país de aquel primer poemario que, con el mismo título, apareció en Bogotá en 2003 avalado por el Premio Universidad Externado de Colombia (y que luego fue galardonado también  en su traducción al italiano con el Premio Città de Castrovillari en 2010). Cote, poeta y ensayista colombiana nacida en Barrancabermeja en 1981 es una de las voces jóvenes más sorprendentes y afirmadas en nuestra poesía actualmente, como demostraría el recibir el Premio mundial de poesía joven  Puentes de Strugga de la Unesco en el año 2005 y el encontrarse incluida en la reciente antología de nuevos poetas en español Poesía ante la incertidumbre (editorial Visor,2011). Es autora también de los poemarios Casa quebrada (2004) y A las cosas que odié (2008); ha publicado asimismo los ensayos Blanca Varela y la escritura de la soledad (2004) y Una fotógrafa al desnudo (biografía de Tina Modotti (2005).

 

En las páginas de este Puerto calcinado que ahora abrimos, Andrea Cote rescata esos fragmentos cortantes de las palabras rotas por el fuego y nos lleva, armada con ellos, a recorrer la geografía humana que queda después de los incendios. Es ese territorio quemado el que la voz de Andrea nos hace repasar en la primera sección del libro, compuesta por 10 poemas. Y, gracias a la intensidad que afila esas palabras y al tono de conversación al oído que mantienen esos poemas (atrevido rasgo de confianza que resulta un regalo para el lector), avanzamos por el paisaje cubierto de rastros  y recuerdos portuarios que da su título al libro, bordeando los ecos que ha dejado el grito y la oscuridad sobre todas la cosas pasadas:

 

“Nuestro puerto

que era más bien una hoguera encallada

o un yermo

o un relámpago”

 

Vamos aventando las cenizas, descubriendo las siluetas marcadas en los muros de la infancia, con versos que tratan siempre de desenterrar atisbos de esperanza:

 

“Acuérdate del suelo encendido,

de nosotras rascando el lomo de la tierra

como para desenterrar el verde prado”

 

Son esas huellas de naturaleza salvaje y perdida (pero no olvidada) las que tocamos debajo de las letras: huellas del animal que fuimos se perfilan detrás de la humareda que ha dejado la brea donde arde lo vivido, la madera de la culpa, donde arde el tiempo:

 

“que no es tu culpa

ni es culpa de tu olvido,

que éste es el tiempo

y éste su quehacer”

 

Nuestras primeras huellas boquean aún bajo “la ceniza del agua”, bajo ese río que

“es como nosotros”, esas aguas que acaban dibujando nuestro reflejo, aquél que

 

hace parte de las cosas

que cuando se están yendo

parece que se quedan”

 

Cada poema, una hilera de huellas y voces que nos golpean después de rebotar en las paredes vacías de las casas de piedra, aquellas mismas a las que la poeta quería dar la espalda incluso sabiendo:

 

“que tú eres la casa y las paredes

que viniste a derrumbar

y que la infancia es territorio

en que el espanto anhela

no sé qué oscuro rincón para quedarse.”

 

Esa es una de las valentías poéticas de Andrea Cote: trazar una grieta que marque el nombre cierto de la vida en ese territorio en duermevela que suele ser la memoria:

 

“y la vida es cualquier otra cosa que existe

húmeda en los puertos donde al agua sí florece

y no es hoguera cada piedra.”

 

para después alzar en el verso una voz a contrafuego del silencio.

 

Porque, como ella nos lleva a sospechar a lo largo de nuestra conversación con estos poemas:

 

“…el silencio,

que no el bullicio de los días,

atraviesa.” 

 

Otra apuesta (lanzada con éxito en este libro) la encontramos en la segunda parte donde Andrea desgrana versos abiertos a la mirada del lector, abiertos como una tierra nueva, como un cuerpo que dejara el mapa de su intimidad al alcance de nuestros dedos.

 

Lo vemos en el espléndido poema Casa vacía:

 

“Todos los días deshago la hierba que crece dentro de la casa

pero crece de nuevo,

rompe la casa y la deshoja.

A ella entran todo el tiempo cosas que se hunden en la hierba.

Mi cuerpo es esta casa vacía

a la que también yo entro

pero que no me habita,”

 

Son textos que espolean muchos de sus fantasmas personales, que convocan sobre el papel sus rebeldías:

 

“y lo que oigo

no es el sonido

de lo que viene a instalar la madrugada rugiente,

los estíos,

las pérdidas,

sino la voz

de los que no te dejan dormir

cuando dicen

que hay que pagar por el sueño”

 

Una escritura que levanta destellos sobre el azogue de todos los espejos hallados a nuestro paso, cuando la voz poética explora ese centro quemado del Yo, ese laberinto urbanita, viajero, contemporáneo: fragmentario. Ya que así nos descubre Andrea la médula del hueso de uno mismo: algo que se disgrega sin remedio, algo necesariamente lúcido.

 

A pesar de la clara conciencia que tiene esta escritora de que la poesía resulta ser un arma frágil, de que la palabra no basta muchas veces para calmar la sed o el grito:

 

“para qué tantas palabras

y no poder hacer de esta rabia

un olvidado paisaje.”

 

en cada verso se va afirmando una de las características principales de su escritura: el empeño de dar carne de palabra a las imágenes en vez de limitarse a manejar unas cuantas metáforas brillantes o hacer acopio de juegos de estilo.

En su voz es la palabra sola, construyéndose a sí misma, colocada en el lugar preciso, sobre el engaste justo que ofrecía el muro del poema, lo que nos sorprende, nos golpea, nos descubre las grietas de lenguaje y mundo.

 

De este modo, en la tercera sección del libro, tensa la cuerda que ata ese Yo-laberinto (revisitado en los poemas anteriores) pero lo hace con el cuidado de tomar solo la distancia necesaria para que siga vibrando y recogiendo en el hilo de los versos sospechas, notas, señales de esa multitud (el otro, los otros, nosotros al cabo…) con la que comparte las orillas de sus contradicciones, la herida de la incertidumbre, la paradoja de estar viva, la residencia en un tiempo sin sueño:

 

“Temo no dormir tampoco en ese sueño eterno

y que hasta allí nos siga la desesperación de los relojes”

 

incluso el aliento de ese león sonámbulo (la muerte) que caza siempre a nuestra espalda.

 

Estos son los minutos de un ahora que comparte, en este libro, con cada uno de los lectores, con nuestra multitud a la que le une, irrevocablemente, palabra y travesía:

 

“Hemos viajado 

y el tiempo no nos dejó ir a ninguna parte,

no conoce la multitud de los minutos.

Sin embargo,

persiste aún el movimiento de las olas,

la barca,

la tan humana creencia en que hacemos este viaje.”

 

Y es justo a través de esta jornada humana, cuando al alzar nuestra mirada de las páginas del libro, descubrimos que hemos llegado a otro puerto, otro paisaje: en él Andrea Cote coloca las redes del poema para que, al dejar correr desbordado el río de lo que ha calcinado el tiempo, solo queden atrapados en nuestros ojos los fragmentos, quebrados pero limpios, del hueso de palabra y vida, para que podamos, sobre el humus de cenizas que es tantas veces la memoria, prender las raíces pequeñas y vibrantes de una palabra nueva.

 

 

La suerte a la manera de Sarajevo

Reseña de Raquel Lanseros sobre Sarajevo: los poemas de guerra de Izet Sarajlic publicados por Valparaíso.

 

LA SUERTE A LA MANERA DE SARAJEVO

Raquel Lanseros

 

Hay libros que son un talismán contra el olvido. Sus páginas son capaces de guardar intacto un sentimiento, una época, un lugar. Es como si cada vez que alguien los abre la Historia adquiriese la facultad de desplegarse de nuevo, contraviniendo milagrosamente las más elementales reglas del tiempo. Hay libros, que más allá de su indiscutible calidad literaria,  conforman un tesoro común de memoria colectiva. Sarajevo, del poeta bosnio Izet Sarajlić, es uno de estos libros. No es solamente poesía de la más honda, lírica y verdadera. No es tampoco sólo un valioso recuento de la inmensa atrocidad que supuso el cerco de Sarajevo. Es  mucho más que eso. Sus versos son patrimonio de la humanidad entera y así se erigen, como un símbolo tanto de la crueldad como de la indefensión y la desesperanza que suponen toda guerra. Izet Sarajlić, señalado de forma unánime como uno de los principales poetas eslavos del siglo XX y el más traducido de todos los tiempos de la lengua serbocroata, fue elegido, quizá por el destino o quizá por él mismo, para relatar con forma poética el sufrimiento de la gente de Sarajevo y el horror de la guerra. Sarajevo, recién publicado por la editorial española Valparaíso, reúne la más amplia muestra en español de la colección de poemas del cuaderno de guerra de Izet Sarajlić. Toda una gozosa ocasión, si tenemos en cuenta que antes sólo habían sido publicados algunos de ellos en Chile por el poeta Omar Lara y en España otra parte en el libro llamado Una calle para mi nombre, con una excelente traducción de Juan Vicente Piqueras, que conoció personalmente a Sarajlić. Fernando Valverde ha sido el encargado de la selección de poemas de este libro, del prólogo y de la traducción, ésta última con la colaboración de Sinan Gudžević.

Para apreciar mejor las dimensiones de una tragedia colectiva a veces es necesario adoptar una mirada individual. Así, a través de la vida de Izet Sarajlić, el lector penetra en la magnitud del drama que supusieron las Guerras de Yugoslavia, pero también de conflictos anteriores como la Segunda Guerra Mundial, en la que los camisas negras de Mussolini fusilaron al hermano mayor de Sarajlić, Ešo, que pertenecía a las Juventudes Comunistas Yugoslavas. Izet era el más joven de cinco hermanos, y en el estremecedor poema “Las vacaciones de mis padres” relata cómo sus padres nunca pudieron superar el fusilamiento de su primogénito: /Así mis padres, en el crepúsculo de Herceg Novi, fijan con la mirada el punto que fue su último refugio terrestre. Turismo horrible aquel de la tristeza. No se lo deseo a nadie.// No es la única pérdida familiar que Sarajlić tiene que enfrentar. Durante el asedio a Sarajevo mueren sus dos hermanas Raza y Nina, a quienes el poeta debe enterrar él mismo con la ayuda de sus vecinos, de noche, para evitar el constante peligro de los francotiradores: /Han muerto/o a decir verdad/han sido asesinadas por la necesidad./ Ahora debo buscar en cualquier parte/una nueva hermana,/porque yo no puedo/vivir sin ser hermano.// Izet es el último superviviente de los siete Sarajlić, y permanece en Sarajevo durante los 1336 días que dura el cerco, a pesar de tener posibilidades de irse, como hicieron tantos colegas y amigos. Se convierte de este modo en testigo del cruel infortunio de sus seres queridos, de sus vecinos, de sus allegados: /Una cosa son los dolores del joven Werther,/(…)/y otra muy distinta la suerte de un pueblo./Y yo, poco a poco, me estoy quedando sin pueblo,/es decir,/ sin mí mismo.//  La tristeza se ve simbolizada en los poemas de Sarajlić a través de la lluvia, la incesante y silenciosa lluvia de Sarajevo que es el otro testigo mudo de aquel infierno. Especialmente duro fue para el poeta bosnio la muerte de su mujer, el gran amor de su vida, su compañera inseparable a quien él llamaba Kika, unos meses antes de que el terror se trasladara a Kosovo. La desesperación y el sentimiento de soledad ya nunca más abandonaron a Izet Sarajlić, el poeta a quien la sinrazón “nacionalista eslavo meridional”, como él mismo la llamaba, se lo arrebató todo. En el desgarrador poema titulado V.P., dos letras que el poeta escribió sobre la lápida de su mujer y juego de palabras que significa a la vez Volim (te) puno –te quiero mucho-, y Vojna Posta –el correo militar bosnio-, que tantas veces llevara a Kika las cartas de amor del joven Izet que cumplía el servicio militar, nos encontramos con algunos de los versos de amor más escalofriantes escritos en las últimas décadas: /Pero quizás,/quizás te has muerto/para evitarle a la vejez los poemas/dedicados a ti./Como si yo o mis poemas/hubiéramos podido amarte menos dentro de diez años.//

Izet Sarajlić, el gran poeta de Sarajevo, el poeta testimonial de la guerra de Bosnia se fue despoblando poco a poco por dentro, se fue apagando hasta su muerte en 2002. Su clarividencia, preservada hasta el final de sus días, es un legado vital para todos los que tenemos la suerte de acceder a ella. Fíjense si no en el bello poema titulado certeramente “En el ocaso de la tarde”. Mientras el anciano poeta observa a un joven que toca la guitarra, nos deja estos versos desnudos, fruto destilado de toda la sabiduría humana contenida en una voz: /El muchacho/continúa en la vida,/y el arte,/que para mí era todo,/ el arte,/ créanme,/no es demasiado importante.//

 

 

 

 

 

 

35 lecciones de biología, de Eduardo Chirinos

Os dejamos aquí la reseña publicada por Cavalcanti en su blog sobre el último poemario de Eduardo Chirinos, 35 lecciones de biología (y tres crónicas didácticas).

http://guidocavalcanti.blogspot.com.es/2013/04/eduardo-chirinos-biologo-de-la-poesia.html

La poesía, mi manera de estar en el mundo

PALABRAS DEL AUTOR, FEDERICO DÍAZ-GRANADOS

EN LA PRESENTACIÓN DE “HOSPEDAJE DE PASO”

COLECCIÓN VALPARAÍSO DE POESÍA NÚM. 7

Granada, Palacio de los Patos, diciembre 13 de 2012.

Valparaíso y Granada son dos nombres míticos en la cartografía de la poesía escrita en castellano. Dos destinos indiscutibles para quienes nos reconocemos parte de una tradición en la inconmensurable patria de La Mancha. Dos insobornables capitales para aquellos afortunados que aprendimos a leer y que hoy escribimos en español. No siempre se llegan a dos destinos tan entrañables en una misma tarde de abrazos y poesía. Cuando partieron del Puerto de Palos de Moguer, La Pinta, La Niña y La Santa María a buscar la ruta más corta para llegar a Las Indias nunca pensaron sus intrépidos tripulantes que desde allí partía la expansión de una de las aventuras más maravillosas: la lengua, nuestra prodigiosa lengua que nos hermana a más de 450 millones en el mundo y que aprendimos a balbucear leyendo a algunos de nuestros más cercanos poetas. Por eso lo primero que festejo en este día es a nuestra lengua española, tan vigorosa hoy, entre tantas cosas, por la fuerza de sus poetas, de todos aquellos quienes desde las dos orillas del Atlántico han llenado de identidad y cohesión a estas naciones cervantinas. Celebro esa marca de España, ese sello de hispanidad, que con su trípode cristiano, judío y árabe, nos otorgó una manera de estar en el mundo. Aquellos emigrados conversos que huían, aferrados a su lengua y a su religión configuraron el carácter de lo que somos muchos americanos hoy. Somos esa prolongación de España en ultramar. En Valparaíso, 396 años después de aquella travesía trasatlántica, el poeta nicaragüense Rubén Darío “devolvía las carabelas”. El español sería de una vez y para siempre un idioma dotado de nuevos sentidos y significados, de matices y colores, de nuevas musicalidades que revitalizarían para siempre el legado de don Jorge Manrique, San Juan de la Cruz, Luis de Góngora y Argote, Francisco de Quevedo y ese maravilloso tatarabuelo de todos que es Miguel de Cervantes. El Modernismo nos dejaba indelebles en la memoria de los tiempos. Por eso a estas alturas ya no sé qué fue primero: si Valparaíso o Granada, si García Lorca o Neruda, si Rubén Darío o don Antonio Machado, porque todos esos nombres estaban fijados en mi retina como un fresco que sintetizaba todas las dichas y mi infancia era algo así como una gran fiesta de la poesía. Hoy se reinstalan en mi vida como si se tratara del antiguo testamento personal. Son mis arquetipos cuando emprendo la búsqueda del origen y de todos mis mitos. Mi padre, de aquella estirpe de poetas festivos, militantes y solidarios con el género humano, escribió unas décimas a propósito de mi bautizo. Esas décimas, sin querer, marcaban una ruta y un destino y vendrían a ser una carta de navegación de una vocación irremediable. Uno de esos cantos, lleno de intuición, después de enumerar algunos ilustres Federicos de la historia decía: Yo no sé si fue por ellos por lo que escogí tu nombre o si fue por aquel hombre que hizo los versos más bellos. Cuando escucho los destellos de su clara melodía veo a Federico García bajo el cielo de Granada y siento la llamarada de su mágica poesía. Así transcurrió mi infancia, entre vidas de poetas y páginas que llenaron de sosiego tantas soledades. El Tomo I de la enciclopedia El Mundo de los Niños publicada por la legendaria editorial Salvat, traía los primeros versos que amé de todos aquellos autores mencionados y contenía, también, versos inolvidables de Gloria Fuertes, María Elena Walsh, Nicolás Guillén, Jorge Luis Borges, Miguel Hernández, José Agustín Goytisolo y el poeta del mar Gregorio Castañeda Aragón. El lagarto está llorando. / La lagarta está llorando. / El lagarto y la lagarta / con delantalitos blancos. O “Érase un hombre a una nariz pegado / érase una nariz superlativa, / érase una alquitarra medio viva / érase un peje espada mal barbado/. O Érase una vez un lobito bueno / al que maltrataban / todos los corderos/ Y había también un príncipe malo, una bruja buena y un pirata honrado. Las anteriores estrofas, más que unas sencillas palabras fueron, entre otros, los verdaderos ámbitos que inventaron y dieron forma a mi vida. Fueron la banda sonora que justificó la infancia. Los libros de historia asignados en mi escuela primaria señalaban que en Granada había nacido el Adelantado Don Gonzalo Jiménez de Quesada quien el 6 de agosto de 1538 fundó alrededor de 12 chozas y una iglesia a Santa Fe de Bogotá. Sin embargo no fue en esos textos donde aprendí geografía española. Lo poco que conozco se lo debo a la primera televisión a color que llegó a casa para ver el Mundial de 1982. Al compás de esos partidos y de los seis goles de Paolo Rossi llené el respectivo álbum de figuritas donde Maradona, Zico y Platini eran las láminas más difíciles de conseguir. Gracias a ese álbum con Naranjito de mascota supe por primera vez de Madrid, Barcelona, Sevilla, Alicante, la Coruña, Valencia y Zaragoza. Era 1982 en todos los almanaques del mundo y unos meses antes de aquel mundial, caminando con mi padre por el Parque Santander de Bogotá saludé, por casualidad, a un señor que visitaba Bogotá y que rompía los protocolos para recorrer la ciudad como un transeúnte más: era Lepoldo Calvo Sotelo, presidente por esos días del Gobierno Español. Son por esos motivos mencionados que he preferido enumerar algunas anécdotas para distraer mi verdadera y honda emoción de estar hoy en este lugar. Que mi modesto Hospedaje de paso sea presentado hoy, en Granada, y justamente en la colección Valparaíso es una de esas hermosas recompensas que la vida me otorga por mi irrestricta devoción y dedicación a la poesía. A aquello que, como nos recordaba Gabriel García Márquez hace 30 años, cuece los garbanzos en la cocina, repite las imágenes en el espejo y contagia el amor. Mi Hospedaje de paso no es otra cosa que el testimonio de esa infancia recobrada, unos retratos personales de mi paso por la nostalgia y los recuerdos. Es el escenario de aquellas luces verdaderas de la vida. Allí, en esos poemas conviven, de manera torpe pero afectuosa, las voces de mis maestros, de mis amigos, de las lecturas que hicieron de mi infancia un territorio de alegrías y un refugio de todas las pesadillas. Hospedaje de paso es un homenaje a los maestros, muchos de ellos que me han honrado con el privilegio, no solo de su magisterio sin o de su amistad: Luis Vidales, Álvaro Mutis, Mario Rivero, Giovanni Quessep, Luis García Montero, Antonio Cisneros, Juan Gelman, Gonzalo Rojas y Eugenio Montejo entre tantos. Todos ellos poetas de allá o de acá. No importa porque nuestra lengua es un Hospedaje perpetuo de todos nuestros sueños. Uno es del lugar dónde están los amigos. Y si al decir de un entrañable poeta colombiano, Héctor Rojas Herazo: a uno se lo inventan los amigos, entonces hoy festejo y ser inventado por ustedes, acá en Granada bajo la mirada tutelar de Federico García Lorca, en la colección Valparaíso que me devuelve por un instante a ese Océano Pacífico. Celebro el afecto, la compañía de Adriana y Sebastián, a Fernando, Daniel y Javier. Festejo hacer parte de Poesía ante la incertidumbre, la nieve andaluza, la Alhambra y la Huerta de San Vicente.

Y Celebro la poesía: mi única manera de estar en el mundo.

FEDERICO DÍAZ-GRANADOS

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