Piedad Bonnett, por Trinidad Gan

Presentación en Granada del libro de Piedad Bonnett, Tretas del débil, por Trinidad Gan.

Tretas del débil: juego y música en Piedad Bonnett

Trinidad Gan

La primera vez  que tuve entre mis manos este libro de poemas de Piedad Bonnett, publicado por Valparaíso Ediciones,  me quedé atrapada, como la abeja de la carátula, en la celdas de memoria que me abría su título: Tretas del débil. Así reunidas, la palabra “treta” abandonaba su tinte de engaño aunque seguía conservando su alerta de combate y se deslizaba más bien hacia la frontera de la maña, de la ficción, del truco. Y la palabra “débil”, extrañamente, quebraba su matiz de fragilidad para en su lugar mostrarme el contundente centro que habita en las cosas sencillas. Así juntas estas dos palabras desnudaban, ya en el título, la glosa de una doble supervivencia: la de la poeta que escribe y la de aquel lector que viene a acercarse a sus poemas.

Abierto el libro, los primeros versos parecían llevarme a recorrer de nuevo el  dulce territorio de la niñez y deseé volver a la simplicidad de los juegos infantiles, a aquellos instantes en que los días eran como la superficie lisa, luminosa, de una página en blanco. Pero quizá fue precisamente entonces cuando pusieron el artefacto de la vida en nuestras manos, cuando, plegando sus esquinas por varias partes, hicieron de esa página un incómodo papel doblado. El mismo papel que, como en aquel juego del cuadrado con palabras y colores -¿recordáis?-, tuvimos que aprender a usar, abriéndolo y cerrándolo sin fin, en busca de preguntas y respuestas.

Quizá fue ya entonces cuando sentimos el vértigo, como nos dice Piedad:

“Sentía el vértigo de aquel inverso mar, su escalofrío”

Y era un vértigo que tratábamos de conjurar con palabras, primero repitiendo “Palabras iniciales” (título de la primera parte del poemario) para que volviera a nosotros la ternura olvidada y reencontrada en los sueños, probando luego palabras mágicas, como ella señala:

“y las palabras mágicas

y las palabras mágicas que intento todavía”

 

Aunque insistir en este conjuro nos venga a traer, desde puertas que ya creíamos cerradas, los gestos crueles que dejaron las perdidas o los exilios vividos, así de desnudos en estos versos de Piedad:

“el llanto de un adulto es una piedra

en la espalda silenciosa de un niño”

Al pasar las páginas de este libro tal vez alborote nuestro mecánico juego otra canción más salvaje, el eco de alguno de los temas con que la noche  traspasó nuestra  juventud, la espuma de aquellas pasiones que nos hicieron y deshicieron como a un grafito en la arena. Pero será una música desgarrada, como una aguja insistiendo en un vinilo, la que encontraremos en muchos de los poemas de “Lugares comunes”, segunda parte del libro, donde los retratos de lo cotidiano (con su violencia e incertidumbre. con su miedo y su hoguera) viajan hasta nosotros recortándose contra el paisaje de la ciudades, construyendo en cada verso la imagen en negativo de la mujer que los escribe.

Una mujer que anota sus dudas sobre la verdad de su escritura, como en los versos descarnados del poema “Quizá diría”, que repasa éxodos y regresos en su “Hijo pródigo”, que incluso detiene su mirada en la fuga que compone un pájaro, que sabe cultivar belleza a costa de la sombra, como leemos en “Rosas”:

“Con el estiércol que arrojan a mi patio

abono yo mis rosas”

y que resume todos sus naufragios en el, para mí, imprescindible poema “Oración”.

Ahora que quizá hemos arrugado y casi tratado de arrojar lejos, tantas veces, ese papel artificioso de la vida y que hemos vuelto otras tantas veces a recomponerlo buscando la música precisa para el juego, esperando que se abriera en el color deseado, tal vez sea el momento de hacer un alto y balancear la vida. Es el minuto preciso para cambiar de juego, para jugar las Tretas del débil. Porque es al llegar a esta tercera parte del libro cuando escuchamos esa música de fondo, de viento y llama, también de silencios, que va a dejar, sobre nuestro paisaje interior, nota a nota, flotando la palabra muerte, la palabra amor, la palabra tiempo. Aquí está el instante justo para sentir el tacto de “Un poema sin nubes” donde leemos:

“debajo de mis párpados alumbra un par de soles

y un cielo de memoria”

o descubrir, citando títulos de algunos de sus poemas, como “Los hombres tristes no bailan en pareja”, incluso la certeza de que es posible una “Dicha animal” aunque al “Final de partida” sepamos el corazón, en palabras de Piedad:

“una hoja de papel que puesta al fuego

revela un desteñido caligrama”

Cuando cerremos el libro nos encontraremos repitiendo una música callada, esa sorprendente música de la poesía de Piedad que parece, acomodada a cada uno de nosotros, guiarnos en fuga de todas las cuadrículas, como un hilo de luz  atravesando las páginas.

Porque en sus versos que huyen de cualquier grandilocuencia, que parecen recados de una voz cercana dejados al oído con un susurro, ella nos ofrece, ahora, el aire necesario para que podamos finalmente desplegar, alisándolo, el cuadrado de papel de nuestra rutina, de nuestra furia, de nuestra soledad y, quizá así, redescubrir de nuevo, al trasluz de sus palabras, un día abierto. Y la esperanza.

 

Leyendo Puerto calcinado, de Andrea Cote, por Trinidad Gan

Reseña sobre Puerto Calcinado, de Andrea Cote, escrita por la poeta Trinidad Gan.

Leyendo PUERTO CALCINADO, de ANDREA COTE

 

Trinidad Gan

 

¿Qué nos queda después del fuego? ¿Qué resta tras aventar las cenizas?

 

Queda, tal vez, la silueta de las manos de un niño perfilándose sobre un muro calcinado. Quedan restos de hierba quemada, justo bajo la madera ahora mojada de esa hoguera en la que ardieron  la violencia, las canciones, las consignas y falsos paraísos de nuestra adolescencia. Y sobre todo quedan, al baldear el légamo negro que nos trajo el río con voces gastadas y caducas, palabras ciertas que conservan aún en su interior mucho de llama.

 

Esa palabra cierta, esa palabra encendida es la que hallamos en Andrea Cote, en este su Puerto Calcinado (Ediciones Valparaíso, 2012). Tenemos en las manos la  primera edición en nuestro país de aquel primer poemario que, con el mismo título, apareció en Bogotá en 2003 avalado por el Premio Universidad Externado de Colombia (y que luego fue galardonado también  en su traducción al italiano con el Premio Città de Castrovillari en 2010). Cote, poeta y ensayista colombiana nacida en Barrancabermeja en 1981 es una de las voces jóvenes más sorprendentes y afirmadas en nuestra poesía actualmente, como demostraría el recibir el Premio mundial de poesía joven  Puentes de Strugga de la Unesco en el año 2005 y el encontrarse incluida en la reciente antología de nuevos poetas en español Poesía ante la incertidumbre (editorial Visor,2011). Es autora también de los poemarios Casa quebrada (2004) y A las cosas que odié (2008); ha publicado asimismo los ensayos Blanca Varela y la escritura de la soledad (2004) y Una fotógrafa al desnudo (biografía de Tina Modotti (2005).

 

En las páginas de este Puerto calcinado que ahora abrimos, Andrea Cote rescata esos fragmentos cortantes de las palabras rotas por el fuego y nos lleva, armada con ellos, a recorrer la geografía humana que queda después de los incendios. Es ese territorio quemado el que la voz de Andrea nos hace repasar en la primera sección del libro, compuesta por 10 poemas. Y, gracias a la intensidad que afila esas palabras y al tono de conversación al oído que mantienen esos poemas (atrevido rasgo de confianza que resulta un regalo para el lector), avanzamos por el paisaje cubierto de rastros  y recuerdos portuarios que da su título al libro, bordeando los ecos que ha dejado el grito y la oscuridad sobre todas la cosas pasadas:

 

“Nuestro puerto

que era más bien una hoguera encallada

o un yermo

o un relámpago”

 

Vamos aventando las cenizas, descubriendo las siluetas marcadas en los muros de la infancia, con versos que tratan siempre de desenterrar atisbos de esperanza:

 

“Acuérdate del suelo encendido,

de nosotras rascando el lomo de la tierra

como para desenterrar el verde prado”

 

Son esas huellas de naturaleza salvaje y perdida (pero no olvidada) las que tocamos debajo de las letras: huellas del animal que fuimos se perfilan detrás de la humareda que ha dejado la brea donde arde lo vivido, la madera de la culpa, donde arde el tiempo:

 

“que no es tu culpa

ni es culpa de tu olvido,

que éste es el tiempo

y éste su quehacer”

 

Nuestras primeras huellas boquean aún bajo “la ceniza del agua”, bajo ese río que

“es como nosotros”, esas aguas que acaban dibujando nuestro reflejo, aquél que

 

hace parte de las cosas

que cuando se están yendo

parece que se quedan”

 

Cada poema, una hilera de huellas y voces que nos golpean después de rebotar en las paredes vacías de las casas de piedra, aquellas mismas a las que la poeta quería dar la espalda incluso sabiendo:

 

“que tú eres la casa y las paredes

que viniste a derrumbar

y que la infancia es territorio

en que el espanto anhela

no sé qué oscuro rincón para quedarse.”

 

Esa es una de las valentías poéticas de Andrea Cote: trazar una grieta que marque el nombre cierto de la vida en ese territorio en duermevela que suele ser la memoria:

 

“y la vida es cualquier otra cosa que existe

húmeda en los puertos donde al agua sí florece

y no es hoguera cada piedra.”

 

para después alzar en el verso una voz a contrafuego del silencio.

 

Porque, como ella nos lleva a sospechar a lo largo de nuestra conversación con estos poemas:

 

“…el silencio,

que no el bullicio de los días,

atraviesa.” 

 

Otra apuesta (lanzada con éxito en este libro) la encontramos en la segunda parte donde Andrea desgrana versos abiertos a la mirada del lector, abiertos como una tierra nueva, como un cuerpo que dejara el mapa de su intimidad al alcance de nuestros dedos.

 

Lo vemos en el espléndido poema Casa vacía:

 

“Todos los días deshago la hierba que crece dentro de la casa

pero crece de nuevo,

rompe la casa y la deshoja.

A ella entran todo el tiempo cosas que se hunden en la hierba.

Mi cuerpo es esta casa vacía

a la que también yo entro

pero que no me habita,”

 

Son textos que espolean muchos de sus fantasmas personales, que convocan sobre el papel sus rebeldías:

 

“y lo que oigo

no es el sonido

de lo que viene a instalar la madrugada rugiente,

los estíos,

las pérdidas,

sino la voz

de los que no te dejan dormir

cuando dicen

que hay que pagar por el sueño”

 

Una escritura que levanta destellos sobre el azogue de todos los espejos hallados a nuestro paso, cuando la voz poética explora ese centro quemado del Yo, ese laberinto urbanita, viajero, contemporáneo: fragmentario. Ya que así nos descubre Andrea la médula del hueso de uno mismo: algo que se disgrega sin remedio, algo necesariamente lúcido.

 

A pesar de la clara conciencia que tiene esta escritora de que la poesía resulta ser un arma frágil, de que la palabra no basta muchas veces para calmar la sed o el grito:

 

“para qué tantas palabras

y no poder hacer de esta rabia

un olvidado paisaje.”

 

en cada verso se va afirmando una de las características principales de su escritura: el empeño de dar carne de palabra a las imágenes en vez de limitarse a manejar unas cuantas metáforas brillantes o hacer acopio de juegos de estilo.

En su voz es la palabra sola, construyéndose a sí misma, colocada en el lugar preciso, sobre el engaste justo que ofrecía el muro del poema, lo que nos sorprende, nos golpea, nos descubre las grietas de lenguaje y mundo.

 

De este modo, en la tercera sección del libro, tensa la cuerda que ata ese Yo-laberinto (revisitado en los poemas anteriores) pero lo hace con el cuidado de tomar solo la distancia necesaria para que siga vibrando y recogiendo en el hilo de los versos sospechas, notas, señales de esa multitud (el otro, los otros, nosotros al cabo…) con la que comparte las orillas de sus contradicciones, la herida de la incertidumbre, la paradoja de estar viva, la residencia en un tiempo sin sueño:

 

“Temo no dormir tampoco en ese sueño eterno

y que hasta allí nos siga la desesperación de los relojes”

 

incluso el aliento de ese león sonámbulo (la muerte) que caza siempre a nuestra espalda.

 

Estos son los minutos de un ahora que comparte, en este libro, con cada uno de los lectores, con nuestra multitud a la que le une, irrevocablemente, palabra y travesía:

 

“Hemos viajado 

y el tiempo no nos dejó ir a ninguna parte,

no conoce la multitud de los minutos.

Sin embargo,

persiste aún el movimiento de las olas,

la barca,

la tan humana creencia en que hacemos este viaje.”

 

Y es justo a través de esta jornada humana, cuando al alzar nuestra mirada de las páginas del libro, descubrimos que hemos llegado a otro puerto, otro paisaje: en él Andrea Cote coloca las redes del poema para que, al dejar correr desbordado el río de lo que ha calcinado el tiempo, solo queden atrapados en nuestros ojos los fragmentos, quebrados pero limpios, del hueso de palabra y vida, para que podamos, sobre el humus de cenizas que es tantas veces la memoria, prender las raíces pequeñas y vibrantes de una palabra nueva.

 

 

La suerte a la manera de Sarajevo

Reseña de Raquel Lanseros sobre Sarajevo: los poemas de guerra de Izet Sarajlic publicados por Valparaíso.

 

LA SUERTE A LA MANERA DE SARAJEVO

Raquel Lanseros

 

Hay libros que son un talismán contra el olvido. Sus páginas son capaces de guardar intacto un sentimiento, una época, un lugar. Es como si cada vez que alguien los abre la Historia adquiriese la facultad de desplegarse de nuevo, contraviniendo milagrosamente las más elementales reglas del tiempo. Hay libros, que más allá de su indiscutible calidad literaria,  conforman un tesoro común de memoria colectiva. Sarajevo, del poeta bosnio Izet Sarajlić, es uno de estos libros. No es solamente poesía de la más honda, lírica y verdadera. No es tampoco sólo un valioso recuento de la inmensa atrocidad que supuso el cerco de Sarajevo. Es  mucho más que eso. Sus versos son patrimonio de la humanidad entera y así se erigen, como un símbolo tanto de la crueldad como de la indefensión y la desesperanza que suponen toda guerra. Izet Sarajlić, señalado de forma unánime como uno de los principales poetas eslavos del siglo XX y el más traducido de todos los tiempos de la lengua serbocroata, fue elegido, quizá por el destino o quizá por él mismo, para relatar con forma poética el sufrimiento de la gente de Sarajevo y el horror de la guerra. Sarajevo, recién publicado por la editorial española Valparaíso, reúne la más amplia muestra en español de la colección de poemas del cuaderno de guerra de Izet Sarajlić. Toda una gozosa ocasión, si tenemos en cuenta que antes sólo habían sido publicados algunos de ellos en Chile por el poeta Omar Lara y en España otra parte en el libro llamado Una calle para mi nombre, con una excelente traducción de Juan Vicente Piqueras, que conoció personalmente a Sarajlić. Fernando Valverde ha sido el encargado de la selección de poemas de este libro, del prólogo y de la traducción, ésta última con la colaboración de Sinan Gudžević.

Para apreciar mejor las dimensiones de una tragedia colectiva a veces es necesario adoptar una mirada individual. Así, a través de la vida de Izet Sarajlić, el lector penetra en la magnitud del drama que supusieron las Guerras de Yugoslavia, pero también de conflictos anteriores como la Segunda Guerra Mundial, en la que los camisas negras de Mussolini fusilaron al hermano mayor de Sarajlić, Ešo, que pertenecía a las Juventudes Comunistas Yugoslavas. Izet era el más joven de cinco hermanos, y en el estremecedor poema “Las vacaciones de mis padres” relata cómo sus padres nunca pudieron superar el fusilamiento de su primogénito: /Así mis padres, en el crepúsculo de Herceg Novi, fijan con la mirada el punto que fue su último refugio terrestre. Turismo horrible aquel de la tristeza. No se lo deseo a nadie.// No es la única pérdida familiar que Sarajlić tiene que enfrentar. Durante el asedio a Sarajevo mueren sus dos hermanas Raza y Nina, a quienes el poeta debe enterrar él mismo con la ayuda de sus vecinos, de noche, para evitar el constante peligro de los francotiradores: /Han muerto/o a decir verdad/han sido asesinadas por la necesidad./ Ahora debo buscar en cualquier parte/una nueva hermana,/porque yo no puedo/vivir sin ser hermano.// Izet es el último superviviente de los siete Sarajlić, y permanece en Sarajevo durante los 1336 días que dura el cerco, a pesar de tener posibilidades de irse, como hicieron tantos colegas y amigos. Se convierte de este modo en testigo del cruel infortunio de sus seres queridos, de sus vecinos, de sus allegados: /Una cosa son los dolores del joven Werther,/(…)/y otra muy distinta la suerte de un pueblo./Y yo, poco a poco, me estoy quedando sin pueblo,/es decir,/ sin mí mismo.//  La tristeza se ve simbolizada en los poemas de Sarajlić a través de la lluvia, la incesante y silenciosa lluvia de Sarajevo que es el otro testigo mudo de aquel infierno. Especialmente duro fue para el poeta bosnio la muerte de su mujer, el gran amor de su vida, su compañera inseparable a quien él llamaba Kika, unos meses antes de que el terror se trasladara a Kosovo. La desesperación y el sentimiento de soledad ya nunca más abandonaron a Izet Sarajlić, el poeta a quien la sinrazón “nacionalista eslavo meridional”, como él mismo la llamaba, se lo arrebató todo. En el desgarrador poema titulado V.P., dos letras que el poeta escribió sobre la lápida de su mujer y juego de palabras que significa a la vez Volim (te) puno –te quiero mucho-, y Vojna Posta –el correo militar bosnio-, que tantas veces llevara a Kika las cartas de amor del joven Izet que cumplía el servicio militar, nos encontramos con algunos de los versos de amor más escalofriantes escritos en las últimas décadas: /Pero quizás,/quizás te has muerto/para evitarle a la vejez los poemas/dedicados a ti./Como si yo o mis poemas/hubiéramos podido amarte menos dentro de diez años.//

Izet Sarajlić, el gran poeta de Sarajevo, el poeta testimonial de la guerra de Bosnia se fue despoblando poco a poco por dentro, se fue apagando hasta su muerte en 2002. Su clarividencia, preservada hasta el final de sus días, es un legado vital para todos los que tenemos la suerte de acceder a ella. Fíjense si no en el bello poema titulado certeramente “En el ocaso de la tarde”. Mientras el anciano poeta observa a un joven que toca la guitarra, nos deja estos versos desnudos, fruto destilado de toda la sabiduría humana contenida en una voz: /El muchacho/continúa en la vida,/y el arte,/que para mí era todo,/ el arte,/ créanme,/no es demasiado importante.//

 

 

 

 

 

 

35 lecciones de biología, de Eduardo Chirinos

Os dejamos aquí la reseña publicada por Cavalcanti en su blog sobre el último poemario de Eduardo Chirinos, 35 lecciones de biología (y tres crónicas didácticas).

http://guidocavalcanti.blogspot.com.es/2013/04/eduardo-chirinos-biologo-de-la-poesia.html